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Lucha de clases

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La manera en la que miramos el fútbol dice mucho de nosotros. Una vez mi socio Ambrosius me definió como un “espectador melancólico”, y tiene toda la razón. Celebro pocos goles. Creo que es más inteligente, en ese momento, beberse las cañas de quienes se abrazan y bajan la guardia.

Ambrosius es, creo yo, de quienes tienen en el fútbol su “recuperación semanal de la infancia”, en palabras de Javier Marías. Aunque él nunca lo diría así tan cursi, se limitaría a desplegar una servilleta sobre la que trazar un ambicioso plan de ataque, y tomaría un puñado de cacahuetes de la barra para levantar una colina desde la que dirigir ejércitos imaginarios, como un pequeño Napoleón.

Otros prefieren ver el fútbol como una lucha de clases.

El Wigan celebrando la FA Cup (Getty Images).

El Wigan celebrando la FA Cup (Getty Images).

El fútbol de verdad es el fútbol proletario, el que juegan equipos con poco presupuesto y compuestos a base de remiendos: o futbolistas que han chupado tanto banquillo que ahora tienen el culo plano de una nadadora, o jóvenes promesas que han ido compaginando su declive futbolístico con una inesperada alopecia, o veteranos que ya remiendan sus botas con esparadrapo.

Quienes observan así el fútbol se llevaron una tremenda alegría el pasado sábado, con la victoria del Wigan Athletic ante el Manchester City en la final de la FA Cup. Derribar a Goliat es otra de las fantasías que hemos delegado en el fútbol.

El Wigan cuenta en sus filas con el primer omaní que juega en Europa. Cuenta, además, con un hondureño que hizo que miles de compatriotas pegaran sus narices a la televisión para ver el partido. Y el futbolista con más partidos en la Premier para el Wigan juega en la selección de Barbados. Así contado, su plantilla parece sacada de una pachanga improvisada en un barrio multiétnico.

Cuarenta puntos separaban en la clasificación a ambos equipos. El presupuesto del City era diez veces mayor que el del Wigan. Pero los goles aún valen lo mismo para todos. El Wigan marcó, y el City no.

El dueño del Wigan también es un millonario, por supuesto. Pero todo empezó con una modesta tienda de deportes, vendiendo cañas de pescar y calcetines blancos con raquetas a sus conciudadanos. Luego, esa tienda fueron cuatrocientas a lo largo de toda Inglaterra. En cambio, el Manchester City es el enésimo juguete de un niño rico y con turbante, que cuando quiere jugar al scalextric se construye un circuito oficial de Fórmula Uno.

Cuando el Wigan marcó gol, en el cabezazo poderoso de Watson, visualicé grandes imperios que se derrumbaban, rascacielos de grandes corporaciones en llamas, brokers desorientados entre cenizas. Fue un súbito impulso revolucionario en las terminales nerviosas de mis pantuflas. Duró exactamente lo que tarda en empezar el siguiente partido.


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